Trump, represión, corrupción y restauración autoritaria
Una advertencia desde el espejo latinoamericano
En una época marcada por el colapso de las promesas, instituciones y prácticas democráticas, la comparación entre Donald Trump y las élites corruptas latinoamericanas ya no es mera retórica alarmista, sino un diagnóstico urgente. Trump está haciendo en Estados Unidos, a gran escala y con tecnología institucional avanzada, lo que el llamado “Pacto de Corruptos” ha hecho durante años en Guatemala: instrumentalizar el aparato estatal para desmantelar toda forma de rendición de cuentas, reprimir la disidencia y blindar un proyecto de restauración autoritaria y oligárquica que convierte la legalidad en arma contra el pueblo.
Desde su segundo retorno a la presidencia en enero de 2025, Trump ha seguido alimentado una narrativa conspirativa que presenta su derrota en 2020 como resultado de un robo electoral, con el claro objetivo de deslegitimar los mecanismos de transición democrática. Pero desde que asumió la presidencia por segunda vez, su estrategia ha sido meticulosamente refinada: utilizar órdenes ejecutivas, investigaciones federales, decisiones regulatorias y la cooptación institucional para castigar a adversarios e imponer una nueva normalidad autoritaria. Esto lo convierte no en una anomalía del sistema estadounidense, sino en su síntoma más claro: el imperio está importando sus propias prácticas de contrainsurgencia, aplicadas por décadas en América Latina, al corazón de su propia república.
La descripción hecha por CNN de cómo Trump está usando el poder federal es escalofriantemente familiar para quienes hemos vivido las prácticas del Pacto de Corruptos en Guatemala. Universidades como Harvard y Columbia, despachos legales de alto nivel, antiguos colaboradores de Biden e incluso ciudadanos críticos de su primer mandato están siendo objeto de persecución abierta o soterrada. Al mismo tiempo, aliados de Trump, incluidos criminales convictos, reciben indultos, contratos públicos, favores fiscales y protección legal. Es el viejo juego del clientelismo autoritario, ahora transfigurado por los dispositivos de una tecnocracia imperial corrupta y en decadencia.
En Guatemala, el Pacto de Corruptos, una alianza informal pero poderosa entre élites económicas, partidos clientelares, mafias judiciales, operadores de impunidad y ciertos grupos de la “sociedad civil”, ha seguido una lógica semejante. Tras el desmantelamiento de la CICIG, estas élites capturaron el Ministerio Público, el Congreso y buena parte del sistema judicial, utilizando estos instrumentos para perseguir a jueces honestos, encarcelar a periodistas y criminalizar a defensores del territorio y de los derechos humanos. La lógica de Trump es la misma: desarticular toda instancia de control, debilitar la institucionalidad democrática, desarticular instituciones de la sociedad civil y la sociedad de abajo, así como consolidar un modelo de poder vertical basado en la impunidad y la fidelidad personal.
Más aún, el eje antidemocrático que conecta a Trump con estas redes latinoamericanas (alcanzando, también, al exterminio en Palestina) no es meramente institucional, sino profundamente ideológico. Ambos proyectos se sostienen en una visión reaccionaria del orden, una narrativa que transforma la diversidad, la disidencia y la justicia social en amenazas existenciales. Así como el Pacto de Corruptos difama a defensores de derechos humanos como “enemigos de la patria” o “traidores financiados por potencias extranjeras”, Trump ha etiquetado a sus críticos como parte del “Estado profundo” o como comunistas infiltrados, izquierdistas radicales y migrantes criminales que buscan destruir la “grandeza” estadounidense.
La maquinaria de persecución y restauración no se limita al ámbito político e institucional. El uso del aparato represivo contra poblaciones vulnerables, especialmente los/as migrantes, y contra periodistas que están cubriendo las redadas de ICE, refleja otra convergencia siniestra. La reciente oleada de deportaciones y redadas masivas en ciudades como Los Ángeles revela un escalamiento en la política migratoria de Trump que se asemeja cada vez más a operaciones contrainsurgentes y de desplazamiento, concentración y deportación en clara ruta hacia una “solución final” de corte fascista.
Durante el primer fin de semana de junio, como lo reportaron muchos medios, la decisión de Trump de desplegar tropas de la Guardia Nacional en Los Ángeles, no solo en contra de miles de angelinos que inundaron las calles alrededor del ayuntamiento, el juzgado federal y un centro de detención donde se encuentran detenidos manifestantes arrestados días antes, ha conmocionado a la política estadounidense y representa un paso más y muy decisivo en el descenso hacia el technofascismo abierto. Se trata, sí, de un “alarmante abuso de poder”, un despliegue “ilegal”. Pero es mucho más que eso. Las ciudades santuario, las comunidades, los ayuntamientos, las cortes, hasta las zonas económicas y centros de producción con gran presencia de migrantes y, definitivamente las fronteras, se convierten hoy en un campo de batalla racial y biopolítico, donde el objetivo ya no es solo controlar el flujo migratorio o las protestas en contra de ICE, sino reconstituir una identidad nacional excluyente, autoritaria y fascista.
Esto, nuevamente, nos remite a Guatemala. La criminalización de comunidades indígenas, ambientalistas o redes progresistas bajo gobiernos de derecha ha funcionado como un dispositivo para reinstaurar jerarquías coloniales y estados de excepción bajo ropajes democráticos. Los discursos políticos y religiosos sobre “orden público”, “defensa de la soberanía” o “protección de la familia” encubren una violencia sistemática contra los/as más pobres, los/as más diversos y los/as más disidentes. Lo mismo sucede ahora con Trump, cuya retórica supremacista y punitiva articula una nueva forma de populismo autoritario global enseñado contra migrantes, críticos, activistas, periodistas y toda voz que se alce contra su proyecto autoritario.
No se trata simplemente de una “trumpificación” de América Latina, sino de una “latinoamericanización” reaccionaria de los Estados Unidos: el auge de un caudillismo populista de extrema derecha, la instrumentalización del derecho, la persecución política, el clientelismo, la militarización de la seguridad interna y la desinstitucionalización como método de poder. Todo ello indica que el imperio ya no exporta únicamente modelos de dominación, sino que empieza a interiorizar, en momentos de crisis, las mismas estrategias que usó para subyugar a otros pueblos.
Frente a esta dinámica, la respuesta no puede ser una mera defensa de las instituciones liberales. Como en Guatemala, muchas de esas instituciones ya están capturadas o son cómplices. La lucha real se encuentra en las formas de articulación social desde abajo, en forjar una ética democrática radical que no solo defienda la legalidad, sino que reimagine el horizonte de lo político. Las redes de solidaridad entre migrantes, las luchas por la justicia climática, los movimientos por una educación pública liberadora, son parte de ese nuevo mapa de resistencias.
Trump y el Pacto de Corruptos no son solo amenazas locales: son síntomas de un orden mundial en descomposición, un orden que está dispuesto a desatar una guerra jurídica, cultural y social con tal de preservar sus privilegios. Entender esa convergencia es clave no solo para resistirlos, sino para construir alternativas que no repitan las trampas del progresismo neoliberal ni las ilusiones del centrismo impotente.
Realmente debemos preguntar ¿qué significa que el país más poderoso del mundo esté ahora dirigido por una figura que copia sin pudor las estrategias de las mafias políticas más corruptas e impunes de Latinoamérica? ¿Qué dice esto sobre el futuro de la democracia global, si es que tal cosa aún puede pronunciarse sin ironía?
La respuesta no es cómoda, pero es necesaria: la democracia ya no es el horizonte espontáneo de la historia. Su vigencia como ideal y como práctica requiere una confrontación directa con las fuerzas que, como Trump y el Pacto de Corruptos, están dispuestos a sacrificarla en nombre de un orden autoritario restaurado. Para quienes venimos de países donde la democracia siempre fue precaria, lo que está ocurriendo en Estados Unidos no es una novedad, sino un eco ampliado y tecnológicamente sofisticado de nuestras propias tragedias. Pero también, quizás, una oportunidad para trazar una solidaridad y articulación internacional crítica entre pueblos que resisten desde abajo.