Escribo el presente comentario en parte como una respuesta crítica al comentario de José Alfredo Calderón E., “Para entender el nuevo proyecto RAÍCES”, en Crónica y, en parte, como un esfuerzo para explicar la fragmentación de Semilla y hacer algunas recomendaciones básicas para Raíces, su partido sucesor.
Quiero partir aquí elaborarando una crítica a la noción de partido político utilizada en el comentario de Calderón que recurre al clásico esquema de Maurice Duverger porque lo considero sumamente problemático tanto desde una perspectiva teórica como empírica. Quiero estructurar mi comentario en tres planos: 1) la crítica teórica al marco de Duverger, 2) el uso de conceptos derivados de la sabiduría popular académica, y 3) la falsación empírica desde la historia política guatemalteca.
Primero: Contra la tipología semi-ontológica de Duverger
Maurice Duverger, en obras como Los partidos políticos (1951), propuso una tipología de partidos (de cuadros, de masas, etc.) y una teoría institucional (enraizada en Weber, no en Marx, mucho menos en Gramsci, etc.) que vinculaba el sistema electoral con la estructura del sistema de partidos (“ley sociológica de Duverger”). Estas nociones, aunque influyentes, fueron formuladas en un contexto europeo de mediados del siglo XX y sobre la base de regímenes democráticos liberales relativamente estables. Pero ya en ese contexto era problemáticas.
Un problema más amplio y profundo surge cuando se toma esta tipología semi-ontológica como un modelo universal, descontextualizado, y se aplica mecánicamente a realidades como la guatemalteca. En contextos marcados por procesos de colonización interna, represión estructural, corrupción sistémica, cooptación estatal, clientelismo, y exclusión social masiva, los partidos no cumplen funciones representativas según el molde duvergeriano. Más aún, las categorías de Duverger (partido de masas, partido de cuadros) no capturan fenómenos híbridos, fluidos, espontáneos o estructuralmente disfuncionales o hegemonizantes (para lo cual la "falta" de partido es el terreno perfecto!) como los “partidos-cartel”, los “partidos-empresa”, o los “partidos-cascara vacía” que abundan en el Sur Global.
Segundo: En el contexto guatemalteco, donde la gente lee muy poco y muchas veces lee muy mal, la noción de Duverger se ha convertido en una suerte de doxa académica entre un grupito de gente acostumbrada a los manuales de ciencia política que circulaban en la USAC (y otros lados) hace décadas. En muchas facultades de ciencia política, especialmente en Guatemala, todavía se enseña la tipología de Duverger como si fuera conocimiento incuestionable, al margen de debates contemporáneos en teoría política y sociología del poder. Para muestra, el comentario de Calderón mismo.
Esto revela una forma de reproducción ideológica en la educación superior y el comentariato político: se enseñan conceptos sin historicidad, sin autocrítica epistemológica, y sin conexión con las realidades políticas locales. Así, nociones europeas de mediados del siglo XX se presentan como lentes universales, lo que termina por oscurecer más que revelar los fenómenos políticos específicos de lugares como Guatemala, donde las relaciones entre partidos, Estado y sociedad civil son profundamente distintas.
Tercero: Falsación empírica en el caso guatemalteco
En el caso específico de Guatemala, la evidencia histórica contradice (falsifica) la idea de que los partidos cumplen funciones de intermediación representativa o de articulación social al estilo duvergeriano. Esto no significa, como cree Calderón y toda una generación de chapines que salieron de las mismas aulas, que los partidos en Guatemala se han desviado de su verdadera vocación o que nunca la han logrado tener con excepción del MLN, la DC y el PGT. Desde la posguerra hasta hoy, los partidos políticos han sido en su mayoría:
Instrumentos personalistas o de facciones económicas (caso: Patriota, FCN, Vamos);
Formaciones efímeras con ciclos de vida de una elección (caso: Líder, UCN, etc.);
Cascarones legales para acceder a financiamiento ilícito o cuotas de poder (Vamos, UNE, etc.);
Y en algunos casos, intentos de construcción desde abajo o desde el centro (sí, urbano, intelectual, “clasemediero”, oenegero, etc.) que han chocado con los límites del sistema electoral y la violencia política (como URNG, Winaq, o incluso el mismo Semilla hoy).
Incluso el llamado “partido institucional” por excelencia en la historia moderna —el FRG de Ríos Montt— no se comportó como partido de cuadros ni de masas, sino como aparato caudillista, clientelar y militarizado.
Por tanto, usar la categoría de “partido político” según Duverger para entender un proyecto como Raíces no solo es metodológicamente flojo, sino que puede ser ideológicamente funcional a formas de mistificación: hace ver como normal o deseable lo que es en realidad una anomalía estructural.
Cuarto: Hacia una noción crítica del partido
Sería más productivo, en lugar de reciclar la noción duvergeriana de partido, partir de una crítica al concepto mismo de “partido” en contextos poscoloniales y de democracias de baja intensidad y alta corrupción y cooptación. Las nociones de movimiento, plataforma, colectivo político, o incluso de articulación, como lo he propuesto en un trabajo muy extenso, abren posibilidades más amplias, tanto prácticas como conceptuales, para pensar la acción política emancipadora en un país como Guatemala, sin quedar atrapados en los moldes institucionalistas de la ciencia política liberal.
En mi artículo Hacia el Partido de la Refundación: Notas para un proyecto posible (Partes I y II), planteo una crítica profunda al modelo tradicional de partidos políticos en Guatemala y propongo la construcción de una nueva estrategia política que responda a las necesidades de una ruptura con el proyecto político de la restauración total, el modelo neoliberal de capitalismo y se oriente hacia la refundación democrática y pluralista del Estado. Los argumentos de mi trabajo son relativamente simples:
El estallido social de 2015 evidenció una crisis de hegemonía en el país, manifestada en la falta de liderazgo efectivo por parte de la izquierda y de las fuerzas que promueven un constitucionalismo refundacional anti-neoliberal.
Las movilizaciones ciudadanas, aunque significativas, han sido en gran medida catárticas y rizomáticas, careciendo de una capacidad articuladora que permita una lucha de posiciones más compleja y sostenida contra las élites dominantes.
Es urgente construir una articulación democrática para la refundación del Estado, que vaya más allá de las formas tradicionales de partido político, incluyendo la que adoptó Semilla desde su fundación hasta su cancelación, y que sea capaz de articular una lucha contra-hegemónica, rupturista y democrática efectiva. “Raíces” tiene un chance de hacerlo. Pero es pequeño y la ventana de oportunidad se está cerrando muy rápidamente.
Mi trabajo propouso la creación de un “partido de la refundación”, es decir, una articulación democrática amplia, que sea democrático, amplio, asambleísta y rupturista, capaz de canalizar las demandas ciudadanas hacia una transformación profunda del Estado guatemalteco.
Estos argumentos respaldan la necesidad de replantear la noción de partido político en Guatemala.
Quinto: Semilla, entre anomalía institucional y fracaso estratégico
El Movimiento Semilla, lejos de consolidarse como una herramienta de ruptura democrática, terminó completamente atrapado en los márgenes de una institucionalidad capturada por las élites corruptas del país. Su apuesta por una transformación “desde adentro” del aparato estatal ha revelado los límites de una política que privilegia la legalidad formal sobre la articulación popular y democrática. En lugar de construir contrahegemonía desde abajo, Semilla ha apostado por una normalización institucional dentro de la hegemonía que lo ha llevado a cohabitar con el bloque restaurador, ignorando por completo las demandas de refundación e incluso relegando a un segundo plano las demadas del para nacional de 2023.
El reciente quiebre interno, reflejado en la salida de diputadas y cuadros de base que lanzan el proyecto Raíces, evidencia que Semilla no logró resolver la contradicción entre sus orígenes como expresión del malestar ciudadano de 2015 y su transformación en un partido que opera según lógicas parlamentarias, jerárquicas y alejadas del tejido organizativo popular. Al final, su anomalía democrática terminó subsumida por el orden restaurador que pretendía combatir.
Sexto: Hacia una articulación democrática
Mis argumentos en Hacia el Partido de la Refundación están enraizados en la crítica gramsciana tanto del Estado como de la sociedad civil, y se alinean con su propuesta de un partido político que combine lo espontáneo y lo organizado (o disciplinado), tal como lo articuló en sus escritos sobre la revolución pasiva, los consejos de fábrica y la construcción de la hegemonía. Todo esto, sin caer en ontologismos sociales o políticos.
Aquí mi propuesta a partir de una lectura crítica del pensamiento de Gramsci:
Mi diagnóstico sobre la crisis de hegemonía en Guatemala y la necesidad de una refundación va en la misma línea de la noción gramsciana de Estado integral, es decir, una articulación hegemónica entre sociedad política (coerción) y sociedad civil (consenso). Al identificar los límites tanto del Estado cooptado como de una sociedad civil domesticada por ONG’s, clientelismos o estructuras caritativas, mi texto realiza una crítica profunda a la forma en que se mantiene el orden neoliberal por medio de una combinación de violencia estructural y consentimiento manufacturado. En este contexto, la forma más viable y hegemónica de partido político es, precisamente, el partido franquicia, el partido apararentemete fracasado y no ideológico, el partido que Duverger cree que no es partido.
Mi interpretación crítica a los movimientos de 2015 que fuero, por un lado, catárticos, rizomáticos y fragmentarios y, por otro, liminales y fracasados (en el sentido de no haber cruzado la frontera de lo espontáneo a la combinación con lo disciplinado) coincide con el argumento de Gramsci contra la negación del espontaneísmo político, pero también la sobreestimacion de lo disciplinado (lo que él llamo “estatolatría”). Para él, la espontaneidad popular es necesaria y no puede ser permanentemente superada; al mismo tiempo, es vital articular los movimientos o colectivos espontáneos con una voluntad colectiva nacional-popular que tenga un proyecto ético-político y económico. De ahí su insistencia en la necesidad de un “moderno Príncipe” —es decir, un partido político— que logre traducir el descontento social y la crisis de hegemonía en una praxis transformadora.
El partido que propongo —amplio, asambleísta, rupturista— se acerca a la concepción gramsciana del partido como intelectual colectivo, pero de modo crítico. No veo al partido simplemente como maquinaria electoral, sino como espacio de formación política, deliberación argumentativa y creación de una nueva cultura política. No lo veo como una estructura permanente por encima de los movimientos, colectivos y asambleas que lo constituyen. El énfasis debe estar en una articulación argumentativa, asambleísta y democrática con raíces claras en la idea de que el partido - en tanto sea expresión de una articulación - debe generar una nueva concepción del mundo, una reforma moral e intelectual, mediante la praxis y la disputa cultural.
La inspiración en los consejos de trabajadores conecta con la experiencia de los soviets o consejos obreros que Gramsci defendió tanto en sus primeros escritos (especialmente en L’Ordine Nuovo) como en sus Cuadernos de la cárcel, como formas de autogobierno, consejos o asambleas desde abajo, que superaban tanto al parlamentarismo burgués como a los sindicatos burocratizados. Esta línea asambleísta y autogestionaria que planteo es coherente con la idea de que la contrahegemonía se construye desde abajo, a través de prácticas colectivas de deliberación y organización autónoma. Pero no es una idea que Gramsci elaboró por completo y sin ciertas ambiguedades. Tuve que leerlo con cuidado y tuve que leerlo de modo crítico para desarrollar estas tesis.
Pero este es quizás el punto de articulación más fuerte. Gramsci nos dejó la idea, en sus Cuadernos de la cárcel, de que no hay organización sin espontaneidad y no hay espontaneidad duradera sin organización. Mi propuesta no niega las expresiones espontáneas del pueblo (como las plazas en 2015) y no las reduce a ser mera etapas tempranas de un partido realmente institucional al estidlo Duverger, como lo quiere Calderón. Pero sí insisto en la necesidad de convertirlas en fuerza política articulada con capacidad de disputar el Estado y transformar sus fundamentos constitucionales. Esa es, precisamente, la tarea de una articulación democrática: formar, organizar y proyectar políticamente lo que surge de manera desordenada pero genuina.
Séptimo: Recomendaciones estratégicas para Raíces
Raíces debe evitar replicar el modelo de partido como aparato vertical, centrado en la representación parlamentaria y en la administración del Estado desde arriba. Es decir, debe romper con el paradigma duvergeriano del partido electoralista. En su lugar, debe ensamblarse como un instrumento político basado en asambleas, redes territoriales y democracia deliberativa. No un “partido” en el sentido clásico, sino una articulación política plural, arraigada y contrahegemónica.
Raíces debe construir desde la disidencia popular, no desde el consenso institucional. La fractura en Semilla no debe resolverse buscando un nuevo acomodo dentro del campo institucional. Raíces debe asumir la disidencia como punto de partida para reorganizar fuerzas desde los márgenes: movimientos campesinos, estudiantiles, feministas, pueblos indígenas, y colectivos urbanos excluidos del juego político convencional.
Raíces debe priorizar la formación política, la pedagogía crítica y la generación de un nuevo sentido común en lugar de la maquinaria electoral. La acción política debe estar acompañada por reflexión teórica y arraigo ético, recuperando la idea gramsciana del partido como “intelectual colectivo”.
Raíces debe articular lo espontáneo con lo organizado. La energía de las plazas, del rechazo al pacto de corruptos, de las luchas territoriales, de la resistencia comunitaria y feminista, debe ser canalizada no mediante liderazgo caudillista o tecnocrático, sino mediante estructuras abiertas, argumentativas y pluralistas. Solo así podrá ensamblarse una voluntad colectiva nacional-popular con vocación refundacional.
La propuesta que aquí replanteo de articulación democrática no solo es compatible con la teoría crítica de Gramsci, sino que debe leerse como una actualización hecha de modo muy cuidadoso en el contexto guatemalteco del siglo XXI. Tiene como eje central el ensamblaje de una contrahegemonía basada en prácticas democráticas radicales, deliberativas y transformadoras, algo que Gramsci entendía como el corazón mismo de la revolución cultural-política necesaria para romper con el orden capitalista y liberal burgués, ya no digamos el orden corrupto y cooptado que ha dominado la política en Guatemala desde principios de los años 90s.
Esta concepción contrasta radicalmente con el modelo de partido político formulado por Maurice Duverger, cuya tipología —partidos de cuadros, partidos de masas, partidos institucionalizados— fue construida desde el prisma de regímenes liberales europeos del siglo XX y continúa reproduciéndose de forma acrítica en buena parte de la academia chapina. Lejos de servir como lente analítica útil, el paradigma de Duverger tiende a naturalizar formas institucionalistas, electorales y verticalistas de organización partidaria, ocultando las dinámicas de lucha, conflicto, y emergencia política desde abajo que caracterizan a las experiencias populares y subalternas de articulación y emancipación en contextos de precaria institucionalidad democrática.
En lugar de pensar al partido como maquinaria electoral o aparato administrativo, como lo hace Calderón, el proyecto de refundación parte de imaginarlo como una estructura colectiva y argumentativa, profundamente asambleísta, arraigada en territorios, movimientos y saberes populares, orientada no solo a disputar el poder estatal sino a transformar la cultura política misma. En este sentido, retoma lo mejor del impulso gramsciano: la articulación entre lo espontáneo y lo organizado, la formación de una voluntad colectiva nacional-popular, y la creación de un nuevo sentido común desde la base, no desde el aparato.