Recordando a Humberto Flores Alvarado
Uno de los intelectuales más agudos, olvidados y necesarios de Guatemala
Hoy, 10 de junio, vale la pena detenernos a recordar el nacimiento de Humberto Flores Alvarado (1930-2010), uno de los intelectuales más agudos, olvidados y necesarios de Guatemala. Su obra, extendida a lo largo de décadas de investigación, docencia y compromiso social, constituye un archivo crítico de la realidad guatemalteca que sigue latiendo con fuerza en medio de la restauración conservadora y del agotamiento de las formas neoliberales de dominación. Aunque ya en una ocasión hice una crítica conceptual a su trabajo, releer a Flores Alvarado hoy es sin embargo volver a pensar el país desde sus heridas estructurales: la tierra, la desigualdad, el racismo, la exclusión y el saqueo.
Humberto Flores Alvarado no fue un autor de concesiones ni un intelectual de salones. Su escritura, como su vida, fue profundamente insurgente. Formado como sociólogo y antropólogo en una Guatemala marcada por la revolución del 44 y la posterior contrarrevolución del 54, sus primeros trabajos ya evidenciaban una mirada estructural que rechazaba la superficialidad tecnocrática y denunciaba la alianza entre el capital agrario, el Estado y el imperialismo. Su ensayo La estructura social guatemalteca (1968) es una pieza fundamental para entender el andamiaje de clase y etnicidad que sostiene la desigualdad en el país. En este texto, Flores Alvarado no se limita a describir jerarquías sociales, sino que las descompone, las desnuda, las ubica en su genealogía colonial y capitalista.
El pensamiento de Humberto Flores Alvarado nunca fue neutral. No pretendía esconder la voz del investigador detrás de un lenguaje técnico ni vender imparcialidad como virtud. Él escribía desde una postura clara: del lado de los/as oprimidos/as. Su sociología no fue una herramienta para administrar mejor el poder, sino para develarlo, desmontarlo y resistirlo. En este sentido, su trabajo encarna una epistemología del sur avant la lettre, en sintonía con lo que hoy Boaventura de Sousa Santos llamaría una “sociología de las ausencias”.
Su lucidez no solo radicaba en su capacidad de diagnóstico, sino también en su metodología: una combinación rigurosa de análisis histórico-materialista, trabajo de campo etnográfico, y un compromiso moral con las clases subalternas, en especial con el campesinado indígena. En Proletarización del campesino de Guatemala (1970), la desarticulación de las formas tradicionales de vida campesina a través del despojo de tierras comunales, la expansión del latifundio y la imposición de monocultivos para la exportación no es visto como un simple “proceso de modernización”, sino como una forma de violencia estructural y acumulación por desposesión. En sus palabras, el campesinado indígena no era una clase rezagada en el camino al desarrollo, sino una clase sistemáticamente oprimida para sostener el modelo agroexportador y las ganancias de una minoría criolla aliada al capital extranjero.
En ese sentido, sus textos se conectan con la crítica que hoy realizan los movimientos agroecológicos, comunitarios y territoriales que resisten megaproyectos, hidroeléctricas y monocultivos. La lucha por la tierra que él documentó, sigue viva hoy, pero ha incorporado un vocabulario más amplio: soberanía alimentaria, defensa del territorio, buen vivir, justicia climática.
Desde la mirada de la ecología política crítica, hoy podemos leer en esos análisis una anticipación del debate contemporáneo sobre extractivismo, cambio climático y devastación ambiental. Las fincas de café, caña de azúcar o palma aceitera no solo devastaron y siguen devastando las formas de vida campesinas y los ecosistemas: también arrasaron y siguen arrasando los suelos, contaminaron las aguas, y generaron una crisis ecológica de largo plazo. Flores Alvarado entendió –antes que muchos/as– que la estructura social guatemalteca no se puede pensar sin mirar también la estructura ecológica del despojo.
Eso es lo que encierra el proceso de proletarización en el contexto del “desarrollo” de la estructura agraria en Guatemala. Comprender eso, solamente, es comprender también por qué la lucha por la tierra en Guatemala sigue siendo, hasta hoy, una de las principales fuentes de criminalización y represión estatal.
Es para proteger esos privilegios históricos, también reproducidos bajo el manto del neoliberalismo, que se han formado en Guatemala organizaciones como la Asociación en la Defensa de la Propiedad Privada (ACDEPRO), una organización de extrema derecha, alineada con el Pacto de Corruptos, que esconde su ideología agresiva presentándose como una organización “apolítica”.
En este punto, la obra de Flores Alvarado se vuelve también una antesala imprescindible para quienes hoy pensamos desde la ecología política crítica. Aunque su vocabulario no hablaba de “extractivismo” o “neoliberalismo verde”, sus análisis ya captaban la lógica depredadora del capital sobre el territorio. Su visión de la tierra como espacio de vida, de resistencia y de disputa material, lo aproxima a las lecturas contemporáneas que vinculan justicia social con justicia ecológica. La proletarización del campesino indígena, que él describió con tanta precisión, es también la historia del desplazamiento ecológico, del desarraigo, del vaciamiento de saberes ancestrales y de la imposición violenta de un modelo agroexportador que desertifica la vida.
Flores no pretendía representar al pueblo, pero sí darle armas conceptuales para comprender el sistema que lo oprime. En sus libros y ensayos hay datos, pero también hay teoría y hay denuncia; hay esquemas, pero también hay una ética de la insubordinación. Frente al cientificismo elitista que convertía a la sociología en instrumento del Estado, un cientifismo que hace fetiche de los datos empíricos, un cientifismo que se conforma con los requerimientos de la cooperación internacional, él apostó por una sociología crítica, liberadora, consciente de sus raíces y de su responsabilidad política.
Recordarlo hoy es reconocer que Guatemala, como tantas otras geografías del Sur Global, sigue siendo tratada como una “reserva de recursos” por elites locales e intereses transnacionales. Es también recordar que el pensamiento crítico no nace simplemente del aula, sino del vínculo orgánico con los pueblos en lucha. Flores Alvarado no solo estudió al campesinado: pensó con él, a su lado, sin romantizarlo ni idealizarlo, pero tampoco sin caer en el cinismo académico que tantas veces lo reduce a “objeto de estudio” o un “sujeto de clase” que nunca termina de concientizarse y del cual bien se puede permanecer separado/a.
Volver a Humberto Flores Alvarado hoy no es un ejercicio de nostalgia, sino una necesidad estratégica. Guatemala vive una restauración autoritaria disfrazada de democracia formal y cohabitando con un gobierno del extremo centrismo, donde el capital transnacional, los viejos clanes oligárquicos y una casta política corrompida han reconquistado el control del Estado, bloqueando toda posibilidad de transformación estructural. Los mismos actores que él denunció siguen gobernando: disfrazados, adaptados, pragmáticos, pero intactos.
Hoy que tantos sectores hablan de “desarrollo sostenible” sin tocar la estructura de propiedad de la tierra ni el modelo de acumulación por desposesión y represión, conviene volver a Humberto Flores Alvarado. Su voz, firme y sin adornos, nos recuerda que no hay justicia ambiental sin justicia social, y que no hay justicia social sin desmantelar las estructuras de poder que siguen privilegiando a unos pocos a costa de las mayorías. Aunque esto no es un llamado a la violencia, sí es un llamado a la radicalidad.
Quizá por eso su obra ha sido silenciada o marginada de los currículos universitarios. Porque incomoda. Porque obliga a pensar. Porque desenmascara la hipocresía de las narrativas oficiales o las narrativas cómodas del extremo centrismo y del “realismo político” en el que han caídos algunas izquierdas. Y porque, en última instancia, propone otra forma de conocimiento: una que se construye en el barro y el huipil, en la milpa y la siembra, en la historia vivida por los de abajo.
Recordar hoy a Flores Alvarado no es un gesto nostálgico. Es una afirmación insurgente. Una insurgencia democrática. Es declarar que la tarea de comprender y transformar Guatemala sigue en pie, está inacabada, y debe ser articulada. Que los nombres borrados de la memoria oficial son precisamente los que necesitamos rescatar para imaginar otras formas de futuro, permanecer en lo excluido, tomar partido por quienes no tienen parte. Que la crítica sigue siendo necesaria aunque incomode a quienes solo quieren resultados inmediatos y diluidos. Y que hay que seguir escribiendo, investigando y resistiendo con el mismo compromiso ético que lo guió a él.
Sí hay esperanza. Y no viene de los centros del poder. Viene de los pueblos indígenas en resistencia, los movimientos campesinos, las juventudes organizadas y los colectivos feministas y ecologistas que están articulando nuevas formas de lucha y reapropiación política. Allí, el pensamiento de Flores puede ser brújula. No porque ofrezca recetas, sino porque enseña a leer el país desde abajo, a entender que sin justicia agraria, sin redistribución del poder, sin democratización y descolonización real, no habrá ni justicia ni futuro digno. En un contexto marcado por la crisis climática, el colapso ecológico, la creciente precariedad y la desesperanza generalizada (cuyos síntomas incluyen la llamada “migración irregular” así como el incremento de la criminalidad), las herramientas que nos dejó Humberto Flores Alvarado adquieren una nueva fuerza si sabemos cómo utilizarlas de nuevo: sirven para vincular la crítica social con la crítica ambiental, el análisis histórico con la urgencia del presente, y la denuncia con la esperanza.
En este 10 de junio, celebremos entonces no solo el nacimiento de un intelectual, sino la persistencia de su pensamiento como herramienta viva, como un cortocircuito del sistema. Que su memoria siga empujando las puertas que otros intentan cerrar. Que su ejemplo nos alumbre en estos tiempos de restauración conservadora y simulacro de transformación. Y que su palabra vuelva, una y otra vez, a incomodar a quienes no quieren que nada cambie.