México vive una paradoja profundamente reveladora: para erradicar la corrupción en el sistema judicial, el país ha iniciado una reforma que promete democratizar la elección de jueces y magistrados. Sin embargo, esta apertura institucional ocurre en un contexto de apatía, desconfianza ciudadana y una participación electoral mínima, que amenaza con vaciar de legitimidad al propio proceso. Así, se despliega una contradicción estructural: se pretende democratizar el poder judicial sin una articulación democrática activa y efectiva. Morena, en sí misma, no es ni representa dicha articulación.
La reciente elección para renovar el poder judicial, con una participación del apenas 13% del electorado, muestra esta grieta. La reforma fue impulsada como un paso hacia la justicia social, una forma de arrebatarle el control del sistema judicial a las élites históricamente enquistadas en el poder, aquellas que han gozado de impunidad y prerrogativas durante décadas de neoliberalismo y simulacro de democracia. Sin embargo, sin una participación popular amplia y consciente, sin un proceso amplio de educación y argumentación desde abajo, sin una esfera pública capaz de proveer los espacios para forjar una voluntad judicial popular, el proceso corre el riesgo de convertirse en otra simulación, o peor aún, en una herramienta para la captura del poder por nuevos actores que también podrían actuar de forma corrupta. Porque no hay garantía alguna, por ahora, de que magistrados/as electos/as vayan a responder tanto al derecho como al principio de justicia a partir del más débil.
La paradoja se agudiza porque la oposición más férrea a la reforma viene de las élites económicas, no de los sectores populares. Como señala Arlin Medrano, los grupos privilegiados temen una redistribución real de la justicia. Y, sin embargo, son estos mismos sectores populares, los más golpeados por la injusticia cotidiana, quienes hoy están más ausentes del proceso. El resultado es un vacío político: un proyecto potencialmente emancipador, pero sin sujetos/as o articulación democrática que lo sostenga.
¿Por qué ocurre esto? La combinación de inseguridad estructural, pobreza persistente, desinformación mediática y una cultura política forjada por décadas de desencanto ha producido un sujeto social fragmentado, cuando no cínico e indiferente. La desafección hacia la política institucional no es una expresión de libertad, sino una herida profunda en el cuerpo democrático. Y como bien se ha advertido muchas veces: cuando el pueblo se ausenta, el oportunismo ocupa su lugar.
Es aquí donde se anida la contradicción más profunda del momento político mexicano: se quiere una justicia popular sin pueblo, una legitimidad democrática sin proceso de politización popular, y una reforma del poder judicial sin transformación moral, intelectual y cultural. Sin una pedagogía política profunda, sin trabajo territorial, sin medios alternativos de comunicación que contrarresten el cerco informativo dominante, sin asambleas populares participativas y hasta compensadas, la reforma corre el riesgo de perder su sentido originario.
Por ahora, a nuestro ver, la reforma judicial es una oportunidad política sin sujeto y sin articulación. El desafío no es sólo técnico ni jurídico: es profundamente político. Se trata de ensamblar una nueva ciudadanía crítica, a por lo menos una red ciudadana lo suficientemente amplia y horizontal, que entienda que la justicia no es un favor de arriba, sino una conquista de abajo. Si no se logra esto, la reforma judicial será una forma sofisticada de reacomodo institucional sin transformación real.
Y en ello reside la paradoja: la ventana de oportunidad para democratizar la justicia podría cerrarse precisamente por la falta de apropiación ciudadana de esa misma oportunidad. O dicho de otro modo: si el pueblo no hace suya la justicia, otros la seguirán administrando en su nombre… y contra él.