El 30 de junio de 1912, Leopoldo Zea nació en una América Latina aún aferrada a los legados del colonialismo, la dominación extranjera y las contradicciones internas. A lo largo del siglo XX, se erigió como uno de los filósofos más influyentes del continente, no por desvincularse de sus problemas, sino por sumergirse en ellos. El legado de Zea no es solo histórico; es radicalmente contemporáneo. Su proyecto filosófico, arraigado en la afirmación de la identidad latinoamericana y la crítica de la razón colonial, continúa nutriendo las tradiciones filosóficas de la liberación y el pensamiento descolonial. En una era cada vez más definida por la desigualdad global, la homogeneización cultural y la crisis planetaria, la voz de Zea resuena con renovada urgencia.
La orientación filosófica de Zea fue moldeada por sus maestros, en particular por José Gaos, exiliado español y miembro de la Escuela de Filosofía de Madrid, quien trajo a México las ricas tradiciones fenomenológicas y existencialistas de Europa. Pero Zea no se convirtió en un mero discípulo del pensamiento europeo. En cambio, hizo lo que pocos intelectuales latinoamericanos se atrevieron en su época: provincializar Europa. Argumentó que la filosofía debe surgir de las circunstancias históricas y culturales específicas de un pueblo, que es posible desarrollar un discurso contrahegemónico “desde la marginación y la barbarie”. En otras palabras, no existe una razón “universal” que pueda imponerse desde arriba; todo pensamiento es situado, existencial e histórico. Esta sola idea sentó las bases para el surgimiento de una filosofía latinoamericana que se atrevió a hablar en nombre propio, con voz propia.
En el centro de la filosofía de Zea se encuentra la noción de historicidad. Para Zea, Latinoamérica no era un continente “atrasado” que se quedaba atrás de Europa en un modelo lineal de progreso. Más bien, Latinoamérica tenía una historia única, moldeada por la conquista, la colonización, el mestizaje y la lucha constante por la emancipación. Filosofar en y desde Latinoamérica significaba tomar en serio esta historia, no como una carga, sino como la base misma del pensamiento. Su concepto de “hombre latinoamericano” no era una esencia metafísica, sino un sujeto histórico en formación, atrapado en la dialéctica entre dependencia y autonomía. En este sentido, Zea anticipó muchas de las preocupaciones que posteriormente definirían la filosofía de la liberación: la cuestión de la identidad, la crítica del eurocentrismo y el imperativo de la autoemancipación.
La filosofía de Zea nunca fue meramente teórica; fue profundamente ética y política. Su énfasis en la dependencia de América Latina, tanto económica, cultural como epistemológica, anticipó el trabajo de teóricos de la dependencia como André Gunder Frank y Theotonio dos Santos, pero le dio un fundamento filosófico sólido. Para Zea, la liberación no era solo una cuestión de reestructuración económica o soberanía política; era también un acto de desobediencia epistémica. La mente colonizada debía ser liberada, no solo el territorio. Este impulso liberador influyó profundamente en el surgimiento de la Filosofía de la Liberación, un movimiento que surgió a finales de las décadas de 1960 y 1970 en medio de la agitación política y la represión militar en Latinoamérica. Pensadores como Enrique Dussel, Horacio Cerutti Guldberg y Raúl Fornet-Betancourt se inspiraron, directa o indirectamente, en el llamado de Zea a una filosofía situada, históricamente fundamentada y liberadora, un historicismo absoluto - como diría Gramsci.
La crítica de Zea a lo que devino en la modernidad occidental como un proyecto de dominación, disfrazado de civilización y progreso, resonó en estos pensadores posteriores. Enrique Dussel, por ejemplo, expandiría esta crítica hasta convertirla en una filosofía transmoderna plena, abogando por una liberación ética del “Otro” oprimido y construyendo una genealogía filosófica que va más allá de Descartes y Hegel hacia una crítica basada en la realidad vivida de los colonizados y los pobres. La obra de Dussel, en particular su Filosofía de la Liberación (1977), se inspira en las exploraciones previas de Zea sobre el lugar de América Latina en la historia de las ideas. Raúl Fornet-Betancourt, por su parte, ha trabajado para vincular la filosofía de la liberación con los discursos contemporáneos sobre interculturalidad, traducción y decolonialidad. Continúa el legado de Zea al insistir en que la filosofía debe escuchar las voces subalternas de los pueblos indígenas, afrodescendientes y marginados, no de forma simbólica, sino como el horizonte mismo de una filosofía verdaderamente humana. La noción de filosofía intercultural de Fornet-Betancourt es, por lo tanto, una reelaboración contemporánea del llamado de Zea a pensar desde la periferia, no sobre ella.
¿Por qué Leopoldo Zea es importante hoy? La respuesta reside en la crisis multidimensional que vivimos. Desde el colapso climático hasta el resurgimiento del autoritarismo, desde la intensificación de la desigualdad hasta la erosión y transvaloración de los ideales democráticos, el mundo experimenta lo que Boaventura de Sousa Santos llama el “fin del imperio cognitivo”. En este contexto, la obra de Zea ofrece recursos vitales.
En primer lugar, Zea nos recuerda que el pensamiento debe tener raíces. En una era de racionalidad tecnocrática y jerarquías epistémicas globales, si es que no de tecnofascismo abierto, su insistencia en la conciencia histórica, el historicismo, y la especificidad cultural ofrece un poderoso contrapeso a las tendencias universalizadoras y violentamente abstractas del neoliberalismo occidental y del neoimperialismo emergente. Su ejemplo nos impulsa a preguntarnos: ¿quién piensa? ¿Desde dónde? ¿Y para quién?
En segundo lugar, la obra de Zea expone la persistencia de la colonialidad, no solo en las estructuras económicas y políticas del Sur Global, sino en los mismos marcos a través de los cuales se produce y legitima el conocimiento. En este sentido, la obra de Zea anticipa y converge con pensadores decoloniales como Aníbal Quijano, Walter Mignolo y Sylvia Wynter. La idea de que el colonialismo no terminó con la independencia, sino que se transformó en formas más sutiles y generalizadas, encuentra una articulación temprana en los escritos de Zea.
En tercer lugar, el humanismo de Zea, aunque moldeado por su época, es profundamente relevante en una era de deshumanización y la emergente transhumanización. Su creencia en la capacidad de los pueblos latinoamericanos para forjar su propio destino, sin prótesis tecnológicas desplazantes y a la moda, se erige hoy como un imperativo moral y político. En un mundo donde los pobres, los desplazados, los racializados y los “otros” planetarios, las partes sin parte, son tratados como prescindibles, la afirmación de Zea de la dignidad humana, la autonomía y la creatividad no es meramente idealista, sino revolucionaria.
Uno de los aspectos a menudo ignorados del legado de Zea es su profundo compromiso con la educación y la formación intelectual. Creía que una nueva Latinoamérica solo podía surgir si se animaba a la juventud a pensar críticamente, a cuestionar los dogmas heredados y a forjar nuevos caminos de pensamiento y acción. En este sentido, el proyecto ilustrador de Zea sigue inacabado, y cada generación debe retomarlo.
En universidades de todo el continente y más allá, en las que todavía se sigue estimulando el pensamiento crítico y no han sucumbido a los requerimientos del neoliberalismo o la corrupción, los cursos de filosofía latinoamericana, pensamiento decolonial y ética de la liberación están redescubriendo el papel fundacional de Zea. Sus textos se releen no como artefactos polvorientos o simples curiosidades filosóficas, sino como provocaciones vivas. Su llamado a “ser nosotros mismos” no es un eslogan nacionalista o populista, sino una interpelación radical a la autodeterminación epistémica y a la insurgencia política. En Guatemala este reto debe ser frontalmente asumido.
Además, a medida que las voces indígenas, afrodescendientes, feministas y de la diversidad sexual o queer redefinen cada vez más el significado de la liberación hoy en día, el proyecto de Zea debe abrirse, criticarse y expandirse pues no es estático, completo ni eterno. Su lenguaje universalizador, a menudo marcado por la figura masculina del “hombre latinoamericano” similar al “hombre nuevo” del Che, debe ser revisado, feminizado y queerizado por los/as pensadores/as contemporáneos. Sin embargo, esto no disminuye la contribución de Zea; afirma su carácter fundacional y su capacidad de transformación.
Recordar a Leopoldo Zea hoy no es pues un ejercicio nostálgico. Es un acto político. En una época en la que la historia y la memoria se borran, en la que las tradiciones emancipadoras se cooptan o silencian, y en la que la filosofía - incluyendo la filosofía crítica - se reduce con demasiada frecuencia a jerga técnica, a un simple manual de políticas o a una marca comercial, la vida y la obra de Zea se erigen como un poderoso contraejemplo.
Demostró que la filosofía puede y debe surgir de los márgenes, que puede ser profundamente histórica y, sin embargo, abierta al futuro, que puede servir a la liberación de los pueblos en lugar de a la perpetuación del poder o los trucos de la hegemonía. A través de sus enseñanzas y escritos, de sus discípulos/as y de las comunidades críticas que han ayudado a construir, la voz de Zea perdura; no como un monumento, sino como un susurro bajo los pies de quienes aún recorren el largo camino hacia la liberación.
Zea no ofreció un sistema de pensamiento acabado. Pero sí abrió un camino. Y frente a nuevas dominaciones, nuevas opresiones y nuevas esperanzas, ese camino permanece abierto, esperando que nazcan nuevos caminantes, nuevos/as pensadores/as y nuevos mundos.