Hoy recordamos la muerte de César Vallejo en París, 1938.
Murió un 15 de abril, podríamos decir con aguacero, con granizo y con niebla, como si el mundo entero se doliera con él. Vallejo, el más dolido de todos los poetas, no solo nos habló desde la herida, sino desde un porvenir que aún nos interroga. Su poesía fue anticipación, grieta y esperanza: “me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo.” Ese verso, premonitorio, no fue solo destino, fue testamento.
Aquí todo el poema “Piedra negra sobre una piedra blanca”:
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París y no me corro
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.
César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro
también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos...
Hoy, cuando el mundo tambalea entre guerras, crisis climática y el desamparo colectivo, Vallejo vuelve a doler. Nos recuerda que “hay hermanos muchísimo que hacer” y que la ternura radical, la solidaridad sin medida, siguen siendo los actos más revolucionarios. Vallejo no escribió para consolar, escribió para despertar. Su voz atraviesa el tiempo con la fuerza de quien cargó a cuestas no solo su cruz, sino la de todos: “yo nací un día / que Dios estuvo enfermo.”
Hoy, más que nunca, lo necesitamos. Porque su poesía nos invita a no olvidar la humanidad que aún nos queda. Porque César Vallejo sigue vivo en cada acto de dignidad, en cada verso que se levanta contra la injusticia.